
La condición disidente no es producto de un calculo razonado. No alude a una militancia particular o un credo especifico. Ni siquiera nace de un odio primigenio a eso que llaman Revolución.
Son el abuso cotidiano, la decepción acumulada, la vergüenza insoportable y, en buena medida, el azar, los que convierten a un simple ciudadano en un disidente.
No es preciso leer a Havel sino ser víctima de un desalojo. Tampoco se necesita comulgar con Adam Smith sino presenciar el acto de repudio a un compañero de clase. Ni siquiera hay que entrenarse con la CIA; basta con protestar, como comunista honesto, y hay muchos, por la tremenda distancia entre la utopía y la realidad.
En un país donde la simulación y el oportunismo constituyen rasgos distintivos de la psiquis nacional, no hay que tener madera de héroe para devenir disidente. El joven profesor enfrentado al dogma y el hastío, que fomenta en su clase un pensar crítico. La activista que pelea, cada día, con los burócratas locales para revivir la vida marchita de su barrio. El poeta que se niega a tarifar su pluma y desaparece de congresos y catálogos. La obrera, humilde y frágil, que defiende su amistad con el vecino opositor. Todos son disidentes. Y no en un sentido metafórico: cuando se abran los archivos nos espantaremos de la magnitud de la paranoia de ese poder para con su pueblo. A fin de cuenta, son siempre quienes mandan los que definen la condición de existencia —y de lucha— de aquellos que rechazan sus designios.
Escribo estas líneas tras debatir con un viejo amigo. Talentoso, cree posible usufructuar una disidencia tolerada por el poder. Sus textos, bien hilados, sueñan con futuros participativos y un país de ciudadanos. Quiere ser, a la vez, Consejero del Príncipe y Tribuno de la Plebe. Al leerlo, me remonto a esos años en los que, juntos, apostábamos por una suerte de reformismo milimétrico, en aulas y parques habaneros. Los mismos que nos valieron más de un regaño sutil, una intimidación franca y, a la postre, un viaje sin retorno.
Pero sucede que ya no somos esos mozalbetes cuya inspiración hereje, hija del adoctrinamiento y la desinformación, llegaba hasta Gramsci. Sabemos, nos han hecho saber, que hay algo más: más libertad y más injusticia, allende nuestros pequeños círculos. Hemos visto los rostros del opresor y de la madre golpeada, del preso vejado y el funcionario corrupto. Pagamos un precio, de lejanía y desarraigo, por las malditas circunstancias.
Ese amigo, en una actitud que me estremece, niega la disidencia. Rechaza dialogar con ella, reconocerla en sus escritos, asignarle algún valor a quienes asumen esa condición desde el activismo e intelectualidad cubanas. Su elección política se funde con una postura ética: la de abandonar a su suerte a quienes luchan, sin ambagues, por un país mejor. Con el mismo derecho y esperanza con los que él sostiene su posibilismo incierto y sus consejos al poder. Espero que su apuesta llegue a buen puerto, que provea siquiera algunos gramos de decencia pública en los años por venir. Si sucede, Cuba tal vez no sea plenamente libre pero sí más respirable. Pero si no lo logra, tras haber invisibilizado a las victimas y resistentes del despotismo, su fardo será pesado. Para él y para todos.
Este artículo apareció originalmente en La Razón, de México. Se reproduce con autorización del autor.
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